Un agradecimiento basado en una historia reciente y real.

[Carta escrita por Inés Almendros, Directora de Gente Yold , en reconocimiento a la labor que realizan los profesionales de la enfermería en nuestro país]

Si todo va bien en nuestra vida, si no ha habido alguna desgracia previa que haya hecho acelerar el proceso de la muerte antes, la mayoría de nosotros, en nuestra fase Yold, por lógica de edades, tendremos que enfrentarnos a uno de los momentos más difíciles de nuestra existencia: el envejecimiento de nuestros padres, su enfermedad y fallecimiento. Este triste acontecimiento es lo que hemos vivido en mi familia, en un proceso muy corto, pero devastador, de tan solo dos meses.

Nuestra penitencia comenzó el 6 de agosto de este año cuando a nuestra madre le sobrevino un infarto lacunar, a consecuencia del cual, en el mismo momento sufrió una horrible caída que le causó una lesión medular. Nuestro tránsito por varios centros diferentes comenzó en el Hospital Virgen de la Luz de Cuenca, donde fue tratada inicialmente; pese a la operación de urgencias que le realizaron, al día siguiente, en el Hospital Clínico de Madrid, nuestra madre apenas si pudo recuperar el movimiento de sus brazos ni de sus piernas. A partir de aquí, por complicaciones diversas, tuvimos que pasar por otros hospitales distintos con el objetivo de intentar mejorar su quebrada salud, y en lo posible, recuperar algo de movilidad, ya que la inmovilidad permanente se vislumbraba como una tortura inaceptable para una persona que jamás aprendió a estar sentada, ni siquiera quieta.

En este trasiego de dos meses por la sanidad, como es normal y lógico, hemos visto y vivido muchas luces y sombras: luces y sombras en la sanidad pública; luces y sombras en los hospitales privados a los que tuvimos que recurrir. Luces y sombras en los muchos médicos con los que hemos tratado; luces y sombras en las urgencias, en las gestiones, en las ambulancias, en la administración…

Sin embargo, en este horrible Vía Crucis encontramos una luz firme, generalizada, permanente y sin sombras. Y la encontramos en el colectivo de los profesionales de la enfermería. La luz que nos regalaron, sin prácticamente excepción, las enfermeras y enfermeros, los auxiliares de enfermería, los celadores, etc., de todos los centros que hemos recorrido.

Una luz que hizo sonreír a mi madre muchas veces en sus peores momentos; cuando estaba angustiada por no poder moverse; cuando la torturaban los dolores de una úlcera que ya, casi al final, era insoportable; cuando no quería comer porque no encontraba el apetito para seguir viviendo; cuando el abatimiento le dejaba sin habla. En todos estos momentos, y en los demás, el personal de enfermería, ellos y ellas, ellas y ellos, pusieron una gran dosis de alivio en su agonía; administraron una píldora de esperanza donde sólo parecía haber adversidad; suavizaron su agudo dolor interno y externo con un combinado de dulzura y humor. Todos ellos, sin prácticamente excepción, le administraron una enorme cantidad de sonrisas, besos, abrazos, apretones de manos o achuchones, al tiempo que le inyectaban la heparina, le tomaban la tensión o le limpiaban las partes más íntimas de su abatido cuerpo.

En prácticamente todos los enfermeros o auxiliares que atendieron a mi madre en todos los centros nos hemos encontrado con personas que sumaban, a su profesionalidad incuestionable, la práctica de la empatía, el cariño, la amabilidad, la simpatía, la sensibilidad, la misericordia, la ternura por sus pacientes. El personal de enfermería de los hospitales que hemos visitado, en conjunto, e insisto, sin prácticamente excepciones, ha administrado a mi madre enferma, un tratamiento -paralelo al médico- consistente en humanidad, amor, sonrisas, esperanza, dulzura, cariño, consuelo… Y hemos aprendido, en este doloroso tránsito de dos meses, que esta parte de la medicina es igual, o más importante que la cirugía o que la administración de medicamentos; porque al fin y al cabo, somos seres humanos, nos mueven los sentimientos. De nada sirven que tus indicadores vitales se estabilicen, si tu dolor interno congela tu sonrisa y te impide ver nada más allá del mismo. Por eso, que un enfermero maravilloso devuelva la luz y haga reír, aunque sea momentáneamente, a quien está padeciendo tanto, es un milagro tan enorme que no hay agradecimiento suficiente para devolverle. 

Mi madre se llamaba Daría, un nombre tan bello como poco común, con lo cual seguramente algunos de quienes la tratasteis en el Hospital Virgen de la Luz de Cuenca, en el Clínico, en el Rey Juan Carlos de Móstoles o en el Hospital Centro de Cuidados Laguna, os reconoceréis en este relato; ojalá lo hagáis y ojalá también os llegue nuestro agradecimiento. Pero ojalá también sintáis -lo extiendo a todos y cada uno de los profesionales que pertenecéis a este extraordinario colectivo- el inmenso orgullo de saber que, con vuestra profesión y actitud, hacéis magia todos los días, porque sabéis dibujar sonrisas y crear esperanza y ánimo en quienes sufren tanto. Tenéis en vuestras manos el don de la humanidad en su más elevada concepción.

Queremos aprovechar la ventaja de disponer de un medio de comunicación humilde, pero con capacidad de llegar al mundo entero, para mandar esta carta de agradecimiento a los profesionales de la enfermería de nuestro país, y de reivindicar la valía incalculable de su aportación en la sanidad; eso, pese a las condiciones precarias con las que trabajan muchos de ellos, o a la falta de estabilidad profesional, que sabemos que también sufren: Esta debe ser una profesión vocacional, si no, es imposible practicarla”, me dijo una de vosotras cuando le expresé mi admiración por vuestra maravillosa actitud generalizada. Sin duda, debe haber una vocación trascendental que os mueve para elegir el camino profesional de la enfermería; una vocación que sólo puede salir de personas maravillosas, que tienen tanto bueno dentro de sí mismas, que pueden repartir y compartirlo con los demás, sobre todo con quienes están sufriendo.

Sin duda en España tenemos unos profesionales de enfermería con un valor asombroso, gente que, día tras día, cuida a nuestros enfermos con profesionalidad, y a la vez con cariño, sonrisas y mimos, pese a las dificultades y a los medios limitados que a veces les rodea; pese a tener que convivir con la desgracia y la miseria humana. Estoy completamente segura -sin querer desmerecer a nadie- de que nuestros profesionales de enfermería son la gran luz de nuestra sanidad.

Infinito agradecimiento, Daría os lo manda desde la eternidad.

Inés Almendros, Directora de Gente Yold